En esta última entrega Pablo Souza analiza qué hay del otro lado de la llamada “inmunidad del rebaño”, cuyo concepto viene de la mano de un mercado que ha condicionado no sólo la medicina occidental, sino al mismo poder político que progresivamente fue cediendo ante los afanes privados el sistema público de salud. Por otro lado, analiza cómo las agendas de investigación en I + D tienen a priorizar los intereses de los laboratorios y cómo los países más desarrollados han dejado a la deriva a los sectores más vulnerables. La falta de infraestructura hospitalaria y los muertos por miles en las principales economías del mundo son sólo la punta del ovillo que desanuda el autor.
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Saberes públicos, saberes privados
Buena parte de la literatura especializada que enfoca en historia, sociología y antropología de la salud, suele desgarrar vestiduras por un binomio de temas llamativos como son la salud de los países y clases pobres. No escapa a esta sensibilidad -por ejemplo- el manual de monitoreo de la desigualdad en el sector salud, apadrinado por la OMS. En tal sentido, es harto evidente que la pandemia tuvo un espíritu ático.
No solo nos tocó a nosotros -como es costumbre- sino que también quebró el espinazo a los sistemas de salud de los países bien encumbrados en la OCDE. Los grandes medios de comunicación occidentales -el New York Times, el Whashington Post, The Guardian, El País, el Corrieri Della Sera– tuvieron que dejar de lado la enorme tentación de preocuparse por la pobreza y la corrupción de los países populistas (o en vías de serlo), para asumir acongojados que había ruido en sus casas, que los ovillos de la salud y el bienestar habían quedado al otro lado de sus puertas.
Tocó a esos países metropolitanos poner en agenda pública un tema clásico del diccionario foucaultiano como es el despegue médico occidental. Dicho proceso fue una suerte de acumulación primitiva de poder y saber en manos de los antiguos gremios médicos medievales, devenidos en profesiones formales durante los siglos XVII y XVIII. Esa posición se ganó a partir de sus vínculos estrechos con los poderes políticos y con el mercado de salud pujante desde ese momento y hasta nuestros días. Con la llegada de las revoluciones industriales y los tejidos urbanos de masas de los últimos 150 años, jerarquizados en clases y grupos de acumulación material distintos y distantes, aquellas profesiones médicas hicieron clínica a escala social. Aprendieron de las patologías alojadas en nuestros cuerpos -individuales y grupales- basados en el enorme consenso y aceptación política de la cual gozaron y aún gozan.
Desde la segunda postguerra mundial a nuestros días, ese sector salud enfrentó una tensión formidable. Por un lado, la enorme expansión de los sistemas públicos de salud, de los cuales el National Health Service británico fue el modelo señero -desde la sanción del plan Beveridge, en 1942- incluso para nuestro sistema de salud local, estudiado en forma tan devota y minuciosa por la querida y entrañable Susana Belmartino. El objetivo aquí estaba puesto en una cobertura integral del ciudadano y mayormente del mundo del trabajo, que luego de la crisis del petróleo y del final de las “tres décadas doradas” del capitalismo de postguerra, encontró serios obstáculos para su articulación, provenientes del polo opuesto de esta tensión: el mercado y la salud privada. En efecto, se registró una mercantilización no menos formidable del mundo médico dedicado a la salud privada. El ejemplo paradigmático de esta tendencia sigue siendo EEUU y, en especial, el papel de la poderosa American Medical Asociation, actor con un considerable poder de veto hacia todo tipo de medicina socializada, según la pintoresca forma de definir lo que nosotros denominamos medicina pública. Desde la investigación y el desarrollo presente en moléculas nuevas a la complejización organizativa de la medicina prepaga, el volumen de dinero en juego fue astronómico. Y como señaló hace mucho Dominique Pestre, el Consenso de Washington fue un verdadero parte aguas que marcó la prioridad del mundo privado, tanto en las agendas de investigación, como en los servicios de salud. No es nada casual que desde fines de los años 1980 el sector privado de salud haya aumentado sus costos de forma sostenida, y que en nuestras tierras negocien -al menos un par de veces al año- sus “costos”, como sabe cualquier persona que pague un plan de salud.
Muchos de estos temas cobran relevancia inusitada en crisis como la del HIV-SIDA en los años 1980 o la actual. Primero, el papel de la profesión médica en la producción de conocimiento, y, junto a ello, el carácter público o privado de esos conocimientos. La parte de la profesión médica dedicada a trabajar en el sector privado, marcó con sus intereses las agendas de investigación, tanto de los organismos públicos de investigación, como de los grandes laboratorios de I+D. Y es, precisamente, las prioridades de las agendas de investigación de los organismos oficiales, las que deben invitar a una reflexión profunda, de cara al hecho de que fue el poder político y la sociedad civil, los que afrontaron el silencio del mercado. Otro tanto ocurre con la provisión de los servicios de salud. ¿Por qué faltaron camas en países con un PBI alto, con una trayectoria de innovación tecno científica de dos siglos? Sin descartar la velocidad de dispersión del virus y las respuestas políticas dubitativas, no es menos cierto que las agendas de investigaciones profesionales tienen una sensibilidad muy atenta al sector privado, y que el sentido colectivo de la salud pública se ha puesto con fuerza en tela de juicio desde mediados de los años 1970. Un verdadero enemigo íntimo ideológico para los neoconservadurismos en ascenso: la salud pública y sus costos.
Pocas imágenes son tan llamativas por estos días, como la de los profesionales de la salud sin los recursos mínimos y en muchos casos con problemas de cobro, frente a prepagas que no paran de acumular y quejarse por la fragilidad de sus ganancias. Desde los médicos belgas vueltos de espalda ante la llegada de la alcaldesa, a los profesionales de la salud locales atravesados por el pluriempleo las tensiones son dramáticas e importantes, igual que los beneficios (globales y locales) del sistema privado de salud. Donde esa lógica de la mercantilización quedó expuesta con mayor crudeza es, curiosamente, en los países que juntan el mayor número de premios nobeles en fisiología y medicina hasta nuestros días. EEUU (96), Reino Unido (30), Alemania (16), Francia (10), Italia (3), están entre el grupo de países que aportó la primera camada de contagios, y de imágenes fatídicas. En algunos casos (Alemania) la contención fue algo más efectiva. En los otros las imágenes de enterramientos masivos interpelan en forma directa el prestigio nacional adquirido a través de aquel galardón, y desde ya las prioridades de la agenda de investigación.
Subía las escaleras como si las bajara: la inmunidad del rebaño
David Edgerton acuñó el concepto futurismo recalentado para referirse a los países y empresas que sostienen el mantra de la innovación constante para permanecer en la vanguardia del desarrollo tecnológico, descuidando tecnologías aún vigentes y de utilidad.
Muchas veces este tipo de discurso parece asemejarse al papel que la teología ocupaba en el mundo medieval. Países que se salvan de algo, o se posicionan bien en una carrera hacia alguna parte, si tal o cual desarrollo tecnológico tuviesen lugar. En tal caso su libro -traducido al castellano como Innovación y tradición– es una invitación a pensar las prioridades de los saberes cultivados y los objetivos con los que se los desarrolla. Que se quiere de (y con) esas tecnologías, y desde ya con las agendas que marcan. Sin una prioridad discutida y consensuada, las consecuencias pueden ser importantes. Por ejemplo, dar curso a una megalomanía direccionada hacia determinados paquetes y trayectorias tecnológicas de mucha rentabilidad en el mercado, que pueden vaciar de contenido y apoyo otras áreas vitales.
Hay mucho de ese futurismo recalentado cuando los Estados ponen en agenda desarrollos tecnológicos totalmente alejados de los intereses reales de la población, como sucedió con la proliferación de armas nuclearesen el marco de la Guerra Fría. También cuando el sector privado (muchas veces asociado con el sector público) focaliza su agenda en los problemas de los sectores acomodados de la sociedad. Por ejemplo, renovar las generaciones de insumos tecnológicos (autos, computadoras, celulares) cada doce, dieciséis o dieciocho meses, o apostar a una nueva molécula medicamentosa cuyos costos solo van a ser reconocidos por las líneas más exclusivas de prepagas, pero que rara vez llegarán a la cartilla del PAMI, por ejemplo.
Sin ir más lejos en la era Trump-Putinse reeditó cierta vehemencia retorica -pálido eco de la Guerra Fría- y ambas naciones midieron potenciales tecnológicos militares en el ultimo bombardeo a Siria. Curiosamente, esas naciones -podrían nombrarse otras y el argumento sigue siendo válido- tuvieron serios problemas con las camas frente al pico epidémico. Desde ya que la situación es un déjàvu. Quienes tengan un poco de memoria, recordarán que un argumento similar fue el eje de la crítica a la administración Reagan, en pleno afloramiento publico del VIH-SIDA. EEUU estaba inmerso en la fabricación del súper colisionador más caro de la historia de la bigtechnology americana, de cara al proyecto de la guerra de las galaxias: el SSC. Ubicado en una circunferencia de casi 87 km en Texas, su costo rondaba los 4 mil millones de dólares. En paralelo, escaseaban los fondos federales para investigar sobre posibles drogas que aliviaran el pánico colectivo de quienes tenían un diagnóstico positivo: “200 chicos mueren sin su AZT”, decía Fito Páez en un tema del disco Tercer Mundo.
En nuestro caso la situación es algo más espesa. El descuido con algunas tecnologías clásicas como hospitales, camas y respiradores, no estuvo causado por un Estado megalómano que apostase a una carrera internacional en la proliferación de armas nucleares. Tampoco por el apoyo a la agenda de I+D del sector privado. Ni siquiera estábamos aspirando al catching up tecnológico internacional. Lo nuestro fue fiel al título del enorme libro escrito por Eduardo Basualdo: Endeudar y Fugar. Somos un país cuyas clases patricias formaron activos financieros externos por 86.000.000.000 de dólares en cuatro años, y lo hicieron de la mano de los neotachereanos locales que rigieron nuestros destinos durante el 2015 a 2019. No fueron buenas noticias para la salud pública argentina abandonada a un desfinanciamiento atroz, a la pulverización del poder adquisitivo de las partidas presupuestarias y, por si fuera poco, la locura manifiesta de quitar el rango ministerial al área bajo el intento de seducir a Madame Lagarde. La saturación de este sistema está –lamentablemente- a tiro de piedra.
Sobre llovido, mojado. Hoy día disfrutamos del turbio placer de ver a los mismos sectores que hasta noviembre del 2019 fugaron activos, defendiendo su privilegio de acumulación. Para ello re-editan en nuestras caras una interpretación de la salud regresiva y antojadiza, marchando a contrapelo de la realidad. Con el único objetivo de no truncar la valorización del capital -en especial el financiero- sus propietarios y profetas, han forzado argumentos de manera descarada y sumamente irresponsable.
Se ha montado una verdadera economía política de la salud y la enfermedad espontánea y acrítica, que señala -a fuerza de reiteración constante- un diagnóstico como es la oposición entre economía y salud. Se les da a elegir a los televidentes entre la salud del resto de los conciudadanos -el aborrecido actor colectivo de los neoliberales- y la fantasía del lucro personal, en la forma que sea. Tamaño diagnóstico viene seguido de un abordaje a su altura, como sería el contagio por el efecto rebaño. Sin reparar demasiado en el sentido profundo de compararnos con un rebaño, se olvida con frecuencia que la inmunidad de grupo demanda la presencia de una vacuna que haya inmunizado a una parte importante de la muestra estadística considerada. Justamente, es la ausencia de esa vacuna lo que hace del efecto rebaño pregonado una ruleta rusa a escala social, como vemos en Chile, EEUU y Brasil. Por otro lado, no es menos cierto que algunas pandemias históricas (reales y concretas) no negociaron con el cuerpo colectivo de la sociedad afectada un “nivel de contagio”, o un “punto donde detenerse”. No negociaron. El grupo de enfermedades traídas por los españoles a América (viruela, gripe, tifus) se llevaron entre el 60 y el 90% de los 40 millones de amerindios nativos estimados por los demógrafos. Y aunque las cifras son terreno de enormes disputas, el descalabro demográfico y sus consecuencias materiales (la conquista y el repoblamiento) son ampliamente aceptados.
Así como en las épocas de copas mundiales de fútbol los argentinos solemos tener millones de directores técnicos, ahora somos testigos de una enorme cantidad de opiniones epidemiológicas, que inclusive se animan a cuestionar a los mejores cuadros profesionales disponibles en suelo local, hablando de infectadura o de una tiranía de los epidemiólogos. A este tipo de retóricas a contrapelo de la realidad que circulan en forma prolífica en la maquinaria mediática, les cabe el título usado por Salvador Dalí a la hora de reinterpretar Los Caprichos de Francisco de Goya: Subía las escaleras, como si las bajara. Nos vienen a cuidar la salud, matándonos. Nos vienen a cuidar la libertad, obligándonos a circular valores y cuerpos a riesgo de vida. Es importante ajustar cuentas con este tipo de grandilocuencia verbal antojadiza.Imaginemos por un instante los efectos de una militancia contra el uso de preservativos entre 1985 y 1995, años claves en la expansión del HIV-SIDA.
Interesante. ¿No?
Pablo Souza es Profesor de Historia (FCH/UNICEN, 2000), Mgr. en estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (UBA, 2005), y Doctor en Historia (FFyL - UBA, 2014). Es docente de la materia de Historia Social de la Ciencia y la Tecnología de la Maestría en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología de la UBA.
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