Cuando todavía el Papa no era Francisco y la Iglesia negaba derechos humanos fundamentales como la identidad y la libertad sexual, las minorías LGBT avanzaban lento pero seguro en la ampliación de derechos. Si bien ese atavismo religioso aún persiste, ya se cumplen 10 años de que Argentina sancionó la Ley de matrimonio igualitario. Suponemos que como Bergoglio no quiere desayunar cicuta, la cosa en Roma mucho no cambiará, pero lo cierto es que se trata de una sana y necesaria transformación cultural que llegó para quedarse.
Por supuesto, están los curas buenos que luchan contra pobreza en los barrios populares. Pero esa es otra historia de luchas y compromisos de una iglesia siempre minoritaria. Mientras tanto el conservadurismo católico aún se auto-impone penitencias por su pérdida de poder, y lo importante es que su injerencia sobre los estados modernos va perdiendo centralidad. Veamos.
Cuando Cristina Fernández era presidenta, se opuso al tratamiento la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Años más tarde, el trasvasamiento generacional al interior del peronismo le hizo cambiar su voto como senadora, en 2019, cuando se debatió la despenalización del aborto. Dijo haberlo discutido con su hija Florencia, pero también suponemos que en esa decisión supo escuchar los reclamos de la marea verde que gritó ¡Basta! en el primer #NiUnaMenos, durante aquel soleado 3 junio de 2015, frente al Congreso, y en más de 80 localidades del país.
Según el presidente Alberto Fernández, apenas asumió su gobierno, entre los temas de salud más urgentes está insistir en el Congreso por una ley general para la legalización del aborto.
También ocurre un hecho singular. No pocas mujeres católicas -entre ellas, algunas militantes del pañuelo celeste- recurren de forma silenciosa y vergonzante a la búsqueda de prácticas anticonceptivas o, incluso, a consultar por el uso de misoprostol en caso de algún embarazo no deseado. El simple hecho de que el sexo y el goce son parte de la vida, no puede ser limitado por el catecismo moralista que enseñan a memorizar las escuelas católicas. Se trata de una deuda interna que está diezmando el catolicismo por dentro.
Los mandatos divinos ya no corren en las nuevas generaciones. Las familias numerosas ya no educan a uno de sus hijos para cura, y cada vez hay menos monjas, porque el único lugar destacado que tienen está en el cine de terror como The Nun (Corin Hardy, 2018) o El conjuro (James Wan, 2013).
En el nombre de las mil rosas
Estamos en la época de las redes sociales. Ese es uno de los principales espacios de encuentro (o desencuentros), debate y reflexión. Por su parte, los sermones religiosos o los diarios doctrinarios como La Nación ya no horadan la corteza cerebral de comunidades digitales. A lo sumo, ponen algunos temas en la agenda que luego ingresan en grupos de WhatsApp, hilos de Twitter y en otras redes descentralizadas de Roma y aquellas instituciones a las que a veces se les va la mano, porque el contrato social del siglo XXI es en interacción, con una ciudadanía activa y creativa, capaz de interpelar a los poderosos.
Es cierto que existen noticias falsas y un montón de problemas asociados a la falta de certezas en el mundo. Pero de esas conversaciones surgen formas de comunicación más horizontales, que anteponen el goce por la vida ante mandatos delirantes, en especial esos que requieren una fe ciega para seguirlos.
Las actuales conversaciones hablan de infancias libres y familias diversas, que apuntan a la no discriminación en lugar de afianzarla en los estereotipos de género.
Los cuerpos mixtos, las sexualidades, el placer y la libertad son parte de nuestras identidades presentes, más allá de que a un senador con pasado de monaguillo le toque los huevos patriarcales.
Incluso esa violencia solapada y odio a lo supuestamente antinatural pudo verse en una mujer. Aquel 15 de julio de 2010 la legisladora del Opus Dei, Liliana Negre de Alonso insistió en conservar la figura de limitada de la «unión civil», bajo atávicos argumentos para impedir la adopción de niñas y niños por parejas del mismo sexo.
De paso, todo lo diferente llevaría un sello estatal grabado a fuego. Sin cámaras de gas pero con el espíritu de los números impresos por los nazis en los cuerpos. Recordemos que el holocausto se basó en estereotipos biológicos, que consideraban a los judíos una «raza inferior», y que en esa lista agregaban a los gitanos y a los homosexuales.
Y ahí aparecen los sujetos de derecho más empoderados porque no les queda otra. Ocurre que las minorías unidas en la diversidad han logrado torcer el rumbo de décadas de negación y maltrato.
Es un hecho insólito en nuestra posmodernidad postperiodística. A la fecha, existen cuatro generaciones de derechos:
Los civiles y políticos. Son esos que empezaron en nuestro país con la generación de 1880 y recién desde 2010, con una simple modificación del Código Civil, su artículo 2 prevé que “el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo” (Ley 26.618). De esas primeras normas surgen la libertad de expresión, la religiosa, el sufragio y el registro de partidas, entre las que el casamiento quedó por fuera de la Iglesia.
Los sociales, económicos y culturales. Estos llegaron para quedarse durante los llamados “estados de bienestar”, con el primer peronismo en Argentina, en los que además de incorporar el voto femenino -en deuda con esa primera generación de derechos-, fijó las 8 horas de jornada laboral, vacaciones pagas, seguridad social y una educación igualitaria sin distinción de clases. También el acceso a la vivienda. ¡Vaya, qué lío!
No mucho después se afianzaron las sociedades de servicios (no los de inteligencia que le venden carpetas a mercenarios del periodismo) que necesitaron una tercera generación de derechos, con industrias culturales masivas y ciudadanos convertidos en consumidores, esos que hoy necesitamos Internet y “calidad de servicio” para respirar e interactuar en nuestra vida cotidiana. En el nuevo paradigma se sumó la defensa del medio ambiente, la autodeterminación de los pueblos y la búsqueda de la paz. Como la cosa todavía no funciona bien, en 2015 las Naciones Unidas elaboraron La Agenda 2030 y sus 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS), que no son otra cosa que la búsqueda de un ambiente sano y la paz en el mundo.
Ahora se plantea una cuarta generación de derechos, más relacionada con los entornos digitales. A la universalización de servicios (salud, educación e Internet, entre otros) se suman otros debates como la telemedicina, el teletrabajo, el derecho a robotizar cuerpos con ojos u oídos cibernéticos, el uso de bluetooth o internet de las cosas, para controlar el buen funcionamiento de un marcapasos o mejorar la vida de un paciente con un parche al que se le libera medicación según valores dinámicos. Diversos autores ya discuten sobre el transhumanismo y si deben regularse los algoritmos, o la robótica con inteligencia artificial aplicada.
La agenda por la diversidad aún presenta deudas en materia de derechos postergados. Las leyes de Matrimonio Igualitario (2010), de Identidad Género (2012) y la reforma del Código Civil (2014) son el resultado de no pocas luchas las minorías sexuales. Pero fondo corre la necesidad de paridad entre mujeres y varones como cuestión urgente nuestra democracia. La autodeterminación de los cuerpos y el derecho al aborto, la aplicación de la ley de Educación Sexual Integral (2006) en las escuelas, con atención a las disidencias, niñeces libres y una cultura sin estereotipos de género son el rumbo a seguir para que tiempos largos de la cultura nos hagan mejores personas. En eso andamos y por este motivo el especial de PostPeriodismo que celebra una década de la ampliación de derechos. También para que no haya más femicidos. Uno cada 36 horas y la cifra no baja.
¿Qué tiene que ver esto con el matrimonio igualitario?
Mucho. Ese “techo de cristal” que aparta a las mujeres de los cargos en la toma de decisiones está llegando a su fin, y quienes ocupan ese espacio son mujeres empoderadas nacidas en tiempos donde la ampliación de derechos es una necesidad urgente para consolidar las democracias.
Ocurre que las y los políticos ya son parte de las nuevas generaciones en la gestión. Finlandia tiene a Sanna Martin, la primera ministra más joven del mundo, y en la legislatura porteña Ofelia Fernández representa los reclamos de los centennials.
Dos mujeres, una con 35 y otra de 20 pirulos, se sientan frente a otros políticos nacidos durante la guerra fría. En el caso argentino, no pocos de ellos cruzados todavía por una lógica de castas y una matriz cultural perversa que niega las atrocidades de la última dictadura militar o hace esfuerzos para distraernos con la versión 4.0 de los ingenios azucareros guardados en silo bolsas.
Por supuesto, existen casos de mujeres que banalizan el derecho por la autodeterminación con un guiño disruptivo. Amalia Granata y otros inventos de Cambiemos (o Juntos por el Cambio) están en el top ten de reclutamiento de figuras de la televisión para encastrar la política en ese sistema de castas.
Así, como la figura anacrónica de los reyes europeos aún persiste en darnos novelas amorosas, la cultura católica mantiene su código moral y trata de trasladar los derechos y obligaciones internos a sus códigos hacia el resto de los mortales. Pero eso está llegando a su fin. Incluso Amalia demostró, en tiempos de juventud, autodeterminación y valor por tener sexo con un famoso y luego descartarlo, o por pelear la pensión de un hijo con un futbolista que se negaba a pagar alimentos. Granata hizo de su vida un hecho público y está en su derecho explotar el star system para hacerse famosa o reclamar alimentos impagos, aunque su figura actual banalice luchas históricas por la igualdad.
El escenario actual presenta en esta dinámica algo caótica una regularidad. Está cruzada por mujeres, e identidades no binarias sin necesidad de clasificación genérica para la incorporación de derechos. También, de un proceso de deconstrucción cultural lento en el que estamos incluidos los más viejitos.
Diez años atrás, ningún espíritu santo pudo poner freno a un reclamo justo y urgente para las minorías sexuales, que tal vez en el siglo XXI se transformen en mayorías; porque lo que importa para las nuevas generaciones son las personas humanas y no sus gustos, placeres, elecciones y decisiones, como la de casarse, tener hijos naturales o adoptarlos y criarlos con leyes que los acompañen.
Por supuesto, sería recomendable una mujer en el papado, que las escuelas confesionales no estén subsidiadas por los Estados, que los obispos y sus diócesis resuelvan de una vez por todas el problema de la pedofilia y la misoginia, entre otras cuestiones.
Y que los representantes del pueblo argentino entiendan que las cintas celestes y blancas repartidas por French y Beruti en la Plaza de Mayo, con paraguas chinos, eran de carácter universal. Sería contrafáctico afirmarlo, pero si hoy vivieran tendrían el color del arco iris.

Cayó de la universidad pública al mejor oficio del mundo. Periodista y Licenciado en Comunicación Social. También es Magister en periodismo y docente de grado y posgrado en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Juntó horas nalga en Tres Puntos, Argenpress.info, Radio UBA y la Agencia Télam. Cuando lo dejan publica maldades en Página/12 o en algún medio digital cojonudo como PostPeriodismo.
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